Casi todas las personas nacen como originales y mueren como copias.

domingo, 14 de abril de 2013

Run.

Suena el disparo. Ya no hay vuelta atrás. Te das la vuelta y ves a una masa de gente corriendo detrás tuyo. ¿Qué esperas? Miras al frente y te sientes superior, nadie delante tuyo te obstaculiza la carrera. Y sigues corriendo. No puedes permitir que nadie te adelante, tienes que ser el primero en llegar a la meta, el primero en verla detrás de la cinta. Pero te cansas a los cuatro kilómetros. Normal, eres humano. Coges aire por la nariz y lo expulsas por la boca. No puedes darte por vencido ahora. A tan solo tres kilómetros de ella y en cabeza haces un último esfuerzo y te haces dos de tres kilómetros en menos de seis minutos. ¿Y el tercero? Ese lo reservas para pensar, para pensar en todo lo que le dirás cuando la veas. Y no hay tiempo, ya has llegado. Tú sonrisa en la cara es radiante y el sudor que baja por tu frente se transforma en una lágrima fría y húmeda que rompe en tus labios. Te paras. ¿Qué diablos pasa? Te quedas inmóvil en medio de la calle. Todos los corredores te han adelantado y a ti lo único que te preocupa es el por qué. ¿Qué has hecho mal? Ella estaba allí. Su pelo caoba ondeaba al viento. Podías oler su perfume desde tu posición. A tan solo veinte metros de ella y la sentías tan lejos que avanzar te resultaría inútil. Su mirada se metía tan hondo que parecía que sus ojos verdes eran dardos que se clavaban en tu corazón. Precisos, directos. Nada tenía sentido. ¿Qué puedes hacer? Nada. No es decisión tuya, solo suya. Ella. Él. Tú. Sobra alguien, ¿no crees? Y todo apunta a que ese alguien, eres tú.


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